El primer hambre

Entonces salieron de la ciudad y vinieron a él. Entre tanto, los discípulos le rogaban, diciendo: —Rabí, come. Él les dijo: —Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis. Entonces los discípulos se decían entre sí: —¿Le habrá traído alguien de comer? Jesús les dijo: —Mi comida es que haga la voluntad del que me envió y que acabe su obra. 

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El primer hambre por satisfacer es el anhelo de nuestro alma de someterse a un señor, de humillarse ante una autoridad, y de conocer una mano de señoría esforzándose mediante nosotros; pues, en el fondo de sus fondos, el alma desea ser manso. Porque se recuerda desde el principio de la eternidad— de dónde fluyó el alma— que el mansedumbre es vida y digno de hereder la gloria eterna.

El asunto es que en la tierra es tan difícil, si no imposible, encontrar a un señor que merece que nos sometemos ante él, quien es digno de obediencia, o que no se vuelve corrupto en el ejercicio de su autoridad.

Allí entra el Señor de los señores, el Rey de los reyes, el Dios de dioses, el Poder de poderes, la Potestad de potestades: no miras al terrenal, no te fijas al quien es pasajero y solamente hombre, no sirves al poder de la época presente ante tus ojos terrenales; más bien, abre los ojos de tu corazón y los oídos de tu espíritu, para que veas y escuches de mi, que veas a mi gloria y atiendas a mi sabiduría; no para cumplir la voluntad terrenal, sino mi voluntad celestial. He establecido las autoridades y los poderes y a medida que te sometes a mi orden, no por causa de ellos sino por causa de mi, estoy contigo para levantarte y satisfacer lo que anhela la eternidad en tu alma. Pues, los deseos eternos, los que surgen del profundísimo de tu ser, esos vienen de mi. Los he puesto allí en el fundamento de tu ser cuando te creé y cuando yo mismo deseaba que existas en mi mente y en mi corazón.

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